miércoles, 22 de mayo de 2013


Llueve Oscar's Blues.
Cortázar pone el piano,
fuman Rayuela...
 

sábado, 21 de julio de 2012


Los peces sin sueño
(En: Pou d’es Lleó)


Bajo su líquida epidermis
hay un jardín sumergido
donde llevar a pasear nuestra mirada.

La brisa es azul y sal,
hay una barquita
que navega por la tarde
pescando paraísos.

Las piedras se abrigan como pueden.
Con pieles que sacuden musgos claros
que adornan con calas del mar,
flores bailarinas.

En ese refugio,
el ritmo y los reflejos
hacen mecer distinta la memoria,
la bañan de porvenir.

Los peces son como pájaros
en su jaula de agua.

Aves que para nadar se desnudan de alas,
aceptan lentejuelas sus escamas
de espejitos plateados,
y ocultan las espinas.

Nadan en esos cielos
donde florecen estrellas
y flotan las luces
de un sol que se retira,
acariciando arenas.

Viven siempre despiertos,
incluso cuando sueñan
con ser pez golondrina,
y entregar el alma al albedrío de su vuelo.
 
La palabra gana colores
y algo de profundidad
cuando le crecen pastitos de mar.

El poema siempre es libertad,
ha de escribirse en las tintas de la libertad.
 
Un poema para leer a tientas,
cuando la palabra
es una oscuridad que nos alumbra.

sábado, 5 de mayo de 2012


Los pájaros frutales

Los pájaros frutales se despluman en abril
cuando agitan sus páginas
y vuelven a acariciar los cielos.
 
Hay tardes que perfuman en clave de flor,
se mojan las patitas en el río
al reflejarse los sueños,
y susurran palabras para no andar descalzos.

Hay veces que bailan en la extensión de su abecedario,
buscan en vuelo tréboles con dos ojos,
y se miran.
Por suerte, nunca se deshojan por amor,
aunque se llamen Margarita.

Los pájaros frutales son más bien bisexuales
por una cuestión de rima.
Cuando se abren de alas
la música los alza
y no dudan en desvestirse de cerezas
con sexo femenino.
Tienden más a disfrutar que a confrutarse,
cuando clavan su pico rígido y varonil
contra alguna estrella
que en las orillas  de la noche
ha desnudado la marea.

Quien los ve atravesar la primavera
difundiendo semillas,
cosa que muy de tanto en tanto ocurre,
no es raro que se quede absorto y exclamando:
-Qué despiplume!

Los pájaros frutales son más del agua dulce
que de ningún mal agüero.
Son aves más felices que fenixes,
porque hacen todo lo que se les canta.

Hay días en que cierran el pico,
no dicen ni pío, y se cruzan de alas.

Abren su abrazo,
sin saber si son huesitos o nervaduras
lo que bate sus plumas en el aire,
y las cubre de relámpagos chiquitos.

Los pájaros frutales no tienen raíces,
por eso les gusta perderse en la fronda,
irse por las ramas.


lunes, 26 de marzo de 2012




Hay tardes que se vuelven de ceniza

sin siquiera haber ardido.

Tiempos donde el silencio

hace crecer telarañas bajo las flores,

donde el olvido amontona las hojas.


Sólo la palabra libera pétalos con alas

que ascienden como el perfume

a saludar otro día en su caída.


Hay veces que me salpica la tristeza

y me visto de musgo,

esas tardes soy de piedra.

Habitante de un jardín

que es pequeño paraíso

donde el aire del río

siempre termina por colorear

las cuerdas de la tarde,

hasta hacerla tambalear.



Tan balear…




Desde esta isla de los molinos sin Quijote, la de los pinos perfumando cielos, te saludo.

Porque estar cerca no es ningún lugar, estar cerca tiene que ver con las palabras.

Así que hoy te llevo en mi memoria, a robar flores a la plaza del pueblo, que abre ventanitas azules como sonrisas en las paredes encaladas.

Hay tantos mirlos agitando la mañana, tantos sueños por germinar en las higueras desnudas.

Hay que ver cómo la tierra se ha quedado enrojecida, coronada de almendros!

sábado, 29 de octubre de 2011


Pizarnik: Un jardín que sonríe

 

Alejandra Pizarnik es un nombre de mujer con el que la poesía en lengua castellana se ha pintado los labios, y se ha ataviado con aquel perfume que persiste en su influencia. Leer sus libros, llamar a las aldabas de sus puertas, no es algo de lo que uno pueda salir indemne o sin claras huellas en el alma. Vale la pena y la alegría. El que se tome el trabajo encontrará las llaves del jardín, en el fondo de su voz como una música -ebria de luz lila- hay un jardín que sonríe.
Emplumando sus pájaros sin jaula, puso en vuelo sus poemas, sus diarios o los escritos en prosa, alguna pieza de teatro y los textos de humor… Toda esa letra escrita como salvada de un naufragio con sus voces clamando, semejan una intemperie construida palabra a palabra, tallando y detallando el silencio; dibujando el amor y el dolor ante la vida con uno de esos lápices -color de exaltación- que ella atesoraba o regalaba.
Leer a Pizarnik es verla encender los talismanes y cómo los ofrece al que acaricie con su mirada ese universo de convulsas pasiones, esas constelaciones de su letra pequeña, como un caminito de migas de pan, asustadas por las hormigas de la noche. Aunque como escribió Enrique Molina: “ese hilo de su voz escrita con toda su levedad, no se borrará nunca, ya que es uno de los hilos luminosos para entrar y salir del laberinto”.
Ella es una equilibrista del abismo, que se pasea por las letras y las deja temblando, que baila y hace homenajes al silencio, o inventa una geometría del silencio y le restituye su prestigio hechizante, o le infunde una dinastía de soles hasta obligarlo a hacer ruido, a traducirse en palabras.

Hace algún tiempo, en la lectura de una antología de poetas suicidas, tropecé con una carta que ella enviaba a su amigo Antonio Fernández Molina, que se encontraba en aquel verano de 1967 a orillas del Mediterráneo. Me emocionó ver cómo le decía: “Acaso pudiéramos hacer un arreglo: yo te cedo mi departamento de B. Aires y tú me das el tuyo de Barcelona, con lo cual prescindimos de la tristeza de los hoteles. Sin embargo me reclama un lugar como, por ejemplo, Ibiza. Supongo que 6 meses confinada allí, me llevarían, tal vez, a escribir poemas menos amargos.”

Eso no ocurrió nunca, Alejandra murió pocos años más tarde. Puede que se extraviara en la neblina del insomnio conjugando fantasmas que se caían del tiempo. O que su pluma fuera bebiendo un cruel color tiniebla. Tal vez fue porque los que llegaban no la encontraron, y los que ella esperaba no existían. Tal vez por no saber olvidar, o porque lo había escrito tantas veces que se lo fue creyendo, lo había anunciado con magistral transparencia: “El suicidio determina, un cuchillo sin hoja al que le falta el mango”.
Y sin embargo ella también escribe como una enredadera de estrellas florecidas. Como una Alicia que soplara desde un lejano país, desde el tragaluz de un sueño, una sucesión de burbujas del Bosco, otra extracción de la piedra de la locura. A veces se abismaba en un poema sin fondo, con su lúgubre manía de vivir, con esa particular manera suya de hacer polvo las palabras, de trastocarlas en pulsación dorada, por recrear la alquimia del verbo.
Supo también ser dulce, como el perfume de las violetas sobre la tarde, cuando por divertir la lengua decía como si nada: “no hay pan que por miel no venga”. Se bebe las horas escribiendo hasta volcar la medida de la sed, busca las monedas de oro del sueño y sus caídas en la ranura de la noche. Es la cantora sonámbula que se prueba los mejores atavíos del lenguaje como si fueran ácidos, como si fueran tentáculos con los que abraza al lector y lo sacude en sus descargas.
Se mira en otro espejo que refleja como atroces maravillas su laberinto con trazados de jardín. Pero detrás del aire hay monstruos que beben de su sangre, ella se interroga, se pregunta como quien tira una piedra verde contra la casa de la noche: “Qué haré con el miedo?”
Es la viajera alucinada, una huérfana en su reino de ceremonias puras, que le canta a la sombra y la encanta, la alumbra con sus versos de infanta siempreviva, la toca con el licor de una letra que duele y a la vez la convierte en alba transparente y rosada. Ella sueña niñitas pintadas con tiza, amenazadas por la lluvia a derramarse en anilinas, contra los muros de mero miedo de las condesas más sangrientas, sobre un ángel harapiento, y después te deja así, con una sensación tan psicodelicada, mirando a la princesa en la torre más alta.
Son libros que te leen con los brazos abiertos, donde siempre se puede volver a mendigar fervor. Ella arrancó las estrellas de la noche para hacer ese jardín. Un bosque musical para fundar una morada y habitarlo como un rehén en perpetua posesión.
A 75 años de su nacimiento y casi 40 de su muerte, ella aún se desnuda en el paraíso de sus palabras y sigue viva, con su voz nocturna, a puro fuego cantándole a la ausencia como sólo ella supo, en la despierta memoria de papel que guardan sus libros.

“Son palabras para hacer un fuego, palabras donde poder sentarnos y sonreír”.
 
 
* Texto y fotografía publicados en el Suplemento Cultural del Diario de Ibiza: La Miranda, el 28/10/11

sábado, 23 de abril de 2011



El libro

De todo cuanto se ha escrito, yo sólo valoro aquello
que el autor ha escrito con su propia sangre.
Escribe con sangre y comprenderás que la sangre es espíritu.
No resulta fácil entender la sangre ajena; odio a los que leen por pasar el rato.
F. Nietzsche

No me imagino mi vida sin el libro como un objeto cotidiano y a la vez asombroso, como un juguete para emplumar los momentos con mejor fulgor.
Un libro no es algo que pueda caber en onomásticas, sino que más bien tendría que abrirse como un pacto secreto con el amanecer, con los ojos llenos de alma.
Un libro es también una ventana abierta a alguna libertad posible; otro uso del lenguaje para enriquecer nuestro tiempo, la lectura. Gianni Rodari lo dejó bellamente impreso en aquella frase: Todos los usos del lenguaje para todos, no tanto para que todos sean artistas, sino para que ninguno sea esclavo. Hay en el libro, además de esa cajita de papel y sus perfumes, un hombre, una mujer, que nos hablan. La gravitación de una voz que llega a nosotros, que nos indica un camino otro que el que podíamos soñar o imaginar paseando solos.

Como escribe Borges, el libro no es como los demás instrumentos que el hombre haya creado, no es una extensión del propio cuerpo como el teléfono, el microscopio o la espada. Es diferente, se trata de una extensión de la memoria y la imaginación. Así, un libro, un buen libro, puede extender nuestra alegría esencialmente humana, entre palabras y siempre entre otros. Y no se trata de cualquier otro, Emerson llega a decir que una biblioteca es una especie de gabinete mágico. Y que en ese gabinete están encantados los mejores espíritus de la humanidad, pero esperan nuestra palabra para salir de su mudez.
Tenemos que abrir el libro, para que despierten. Dice que podemos hacernos acompañar por los mejores hombres que la humanidad ha producido, pero que a menudo no los buscamos y preferimos leer comentarios, críticas y no vamos a lo que ellos dicen. Ante la pregunta de si creía que el Espíritu Santo había escrito la Biblia, Bernard Shaw contestó que todo libro que vale la pena de ser releído ha sido escrito por el Espíritu. Es decir, que un libro tiene que ir más allá de la intención de su autor. Leer no es tarea fácil, más que leer es necesario dejarse leer por el libro para que ocurra eso otro que es del orden de la novedad. Si lo comparo con algo conocido, si no permito que me arranque de mí mismo y así perderme de vista, quizá no sea leer lo que estoy haciendo, sino caer en un frecuente obstáculo.

Para leer es preciso ejercer algún grado de humildad. Como enseña Pavese: Los libros no son los hombres, son medios para llegar a ellos; quien los ama y no ama a los hombres, es un fatuo o un condenado. Hay que acercarse a esas palabras con el respeto y el ansia con que nos acercamos a una persona predilecta. Un libro es el territorio donde se encuentran el autor y el que lo lee, pero que los trasciende a ambos y siempre va más allá de ellos.

Un libro es como un fuego con dos alas, que alumbra y no se extingue sino hasta la próxima lectura. Es la posibilidad de un encuentro, de una conversación, algunas veces con semejante poder de incandescencia, capaz de reescribirnos la vida con letra perenne, de circularnos como la sangre, de desviarnos definitivamente la mirada en tal sucesión de páginas.

Leer debe implicar atravesar una puerta sin retorno, que nos lleve más allá de nosotros mismos, por así decirlo que nos cambie de tiempo y de lugar. Que nos invite a ese paraíso donde Borges se figuraba bibliotecas y otros dones.
Un libro tendría que ser como un bello paseo en bicicleta pedaleado renglón a renglón, hasta el último mar, donde aún vuelva a florecer la inicial estampa. Hay libros que nos pulsan las cuerdas más hondas, que se descargan en uno como una tempestad, como una fiesta en la estación de los besos, que nos dejan el alma llena de ojos.

* Publicado en el Suplemento Cultural del Diario de Ibiza: La Miranda, el 23/04/11